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lunes, 18 de enero de 2010

5- La mermelada, los lazos, la vida


Estaban mis neuronas combatiendo entre preguntas y cuestiones sobre los nuevos modos de relacionarnos, de crear comunidades y de establecer vínculos afectivos. Mientras el cerebro batallaba, las manos revolvían una mermelada de frutillas de bajo contenido calórico. Primera vez que la hacía, soy de la vieja usanza cuando la sempiterna receta para dulces era: fruta limpia cortada y azúcar en partes iguales. Pues, ahora venía con fructosa el asunto de endulzar. Tampoco estaba utilizando el camino acostumbrado para las fórmulas culinarias, normalmente las recetas se pasaban de madre a hija, sin escribirlas, haciéndolas. ¡O de un libro cuyas hojas terminaban engrasándose! Yo ahora me daba el lujo de, con la notebook a mi lado, elaborar un preparado que me enseñaba, incluso con una nítida fotografía, nada menos que una licenciada en nutrición.
Mientras vigilaba la roja exquisitez en el fuego, leía las noticias y me enteraba de los robos de aquí, de las violaciones de allá y del terremoto ocurrido más lejos. Casi me dolía la pierna mientras observaba al niño con la suya atrapada entre los escombros de su casa tan lejana (tan cercana ahora) de la mía.
La humanidad ha avanzado a pasos gigantes, no hay duda. ¡Debo estar volviéndome vieja!
Conocí la heladera de hielo, la plancha de carbón y lo que significa vivir sin televisión ni teléfono en la casa.
Mis ojos se volvieron a la mermelada, no la había probado aún pero se intuía rica aún sin el azúcar. Simultáneamente planificaba el almuerzo, mejor algo que sobre para la cena también, disfrazado se convierte en comida nueva y produce un ahorro e tiempo considerable.
Varios temas que debía resolver durante el transcurso del día bailaban junto a mis reflexiones. Pensé que era una suerte que había terminado con el juego de estrategia que tantas horas me había consumido el mes anterior. Recordar que jugaba en equipo con un chico de la edad de mis hijos me provocó una sonrisa. Debo escribirle, pensé, Guillermo (alias Batusai) estará por ser papá. Aunque no lo conocía, durante el tiempo que duró el juego ambos nos confiamos el uno al otro nuestras cotidianeidades. Con frases cortas y apuradas las más de las veces, él me daba alguna instrucción sobre sus ejércitos y los míos, nos complementábamos en el juego porque nuestros horarios eran bastante diferentes lo que permitía que yo cuidara sus aldeas en ausencia de él y viceversa. También lo era nuestra manera de jugar, nuestra estrategia para enfrentar los ataques de la guerra en la ficción lúdica y la batalla de la vida. Recuerdo cuando me envió mensaje desde el celular para avisar que internaban a su señora por un inconveniente. Fue un embarazo difícil, a kilómetros de distancia yo lo cubría en el juego. Durante el invierno tuvimos la epidemia de la gripe porcina con todos los riesgos que suponía el contagio en una embarazada. En oportunidades en que Guille contaba con más tiempo, durante la noche me contaba sus cosas y yo las mías. Nuevas relaciones que nos permiten las redes, fue una experiencia por demás entretenida conocer las reglas y los trucos de un juego nuevo para mí en el que romanos, galos y germanos luchaban para construir una maravilla que les significaría el triunfo.
La mermelada estaba lista, con una mano apagaba el fuego, con la otra bajaba un frasco de vidrio de la alacena cuando entró el mensaje de Guillermo.
¡Hola, amiga del alma! ¡Nació Guillermina!

Este relato es para Cecilia Martinelli y para Guillermo Valerio



viernes, 15 de enero de 2010

4- Desilusión



Cuando Hilda salió al escenario con su vestido negro, caminando con sus tacos agujas y luciendo una impecable capelina no imaginó que el hombre de quien se había enamorado en su juventud estaba entre el público.


Roberto siempre se había interesado en las actividades de sus cinco nietos, los iba a ver y tenía fotografías de todas sus actuaciones en las típicas fiestas escolares. Mucho más desde que había enviudado. Pero esta vez era especial, desde que leyó el nombre de ella impreso en el programa se quedó temblando. Sentado, mientras esperaba el comienzo de la obra en la que debutaría el nieto, se ponía los lentes una y otra vez para asegurarse: Hilda Bengolea. Los minutos que lo separaban de verla, de sacarse la duda, de confirmar si sólo era otra mujer que se llamara igual, se le hacían eternidades. Podría empezar, se repetía, y volvía a convencerse con diversos argumentos. Nunca había sido impaciente pero acaba de descubrirse mirando la hora a cada instante desde que el acomodador le entregó el programa.

Finalmente se apagaron las luces, se levantó el telón, se encendió un potente foco y salió Hilda a escena con su caminar seguro, con la gracia inconfundible de otros años, seguida por la luz y por un aplauso cerrado. A Roberto se le estremecieron hasta los huesos, le parecía irreal, ¿Hilda allí? Encantadora en su vestido negro, luciendo con elegancia altos zapatos y sombrero, se la veía más espigada y atractiva aún, no le cabía duda de que era ella, los cuarenta años que habían pasado le habían sumado encanto.

Hacía el papel de una viuda distinguida y estafadora, lo hacía con maestría y gracia, Roberto disfrutó de la obra embobado. Su nieto tenía un pequeño papel que le pasó casi inadvertido. Sus ojos estaban en la mirada de ella, algo disimulada por el tul negro que le otorgaba cierto misterio. Sus ojos estaban en esas manos, enfundadas en guantes ahora, que se movían gráciles y que hablaban en el gesto. Sus ojos recorrían la delgadez del cuerpo de ella.

A la primera caída del telón se puso de pie y aplaudió hasta que le dolieron las palmas. No sabía que hacer, quería gritarle, le salió un bravo que se perdió entre otros del público. Cuando cayó el telón definitivamente, corrió hasta el primer puesto de flores y le solicitó al vendedor que uniera todos los ramos de fresias que tenía en uno grande, único, inmenso para ella. Después retornó al teatro, buscó preguntando por los pasillos hasta que dio con su camarín en cuya puerta se quedó esperando.

Se sentía con todas las inseguridades del joven que fue, ensayaba la manera en que la encararía, mentalmente armaba frases y volvía a desarmarlas hasta que ella salió y casi casi la chocó. Fue entonces que terminó diciendo solamente perdón.

Quedaron frente a frente, solos en el pasillo. Se miraron por dentro y por fuera, atontados entre el perfume de los años y de las fresias.

—Hilda, estuviste exquisita, tan encantadora como te había conocido.

—Roberto, sos increíble ¡todavía recordás nuestras flores!, ¿cómo te enteraste que actuaría?—le dijo entre asombrada y nerviosa, acercando el ramo a la cara, entrecerrando los ojos como si así pudiera apreciar mejor el color y el aroma de sus flores preferidas.

—Casualidad, mi nieto está en el grupo—se limitó a decir mientras no paraba de contemplarla.

— ¿Quién es? ¿Cómo se llama? ¿Qué ha sido de tu vida? ¿Cuántos años han pasado? Ayudame a contar—decía mientras intentaba en vano ayudarse con los dedos y le resultaban pocos.

— ¡Ni que uniéramos nuestras cuatro manos y pies!—rió él con ganas y se animó—¿Puedo invitarte a cenar?

—Claro que sí, muero de hambre, vamos— dijo ella espontáneamente y lo tomó del brazo.

La cena transcurrió magnífica, se extendieron conversando hasta que cerró el local. Ambos sentían que les faltaba continuar, fue Hilda la que invitó esta vez.

— Roberto, quiero que el viernes por la noche vengas a cenar a casa—lo dijo sin esperar una negativa mientras garabateaba su dirección y teléfono en un papel que sacó de su cartera.

Ese viernes, puntualmente, un Roberto por demás atildado, con otro enorme ramo de fresias y una botella de Cavernet Sauvignon tocó el timbre. Su sorpresa fue mayúscula, otra mujer atendió la puerta.

— ¿Roberto, verdad? No, no se ha equivocado, hombre—dijo la joven— Hilda ya viene, está en la cocina, mi nombre es Lidia dijo con soltura.

Cinco minutos después apareció Hilda, encantadora como siempre. Recibió las flores y las colocó inmediatamente en un jarrón con agua mientras Roberto la contemplaba como quien observa una obra de arte. Sus ojos acariciaban por igual las manos que se movían con elegancia, la cara que veía y la que su memoria tenía guardada.

La mesa estaba puesta con exquisitez, aunque a Roberto no le importaba nada más allá de mirar a Hilda. No se había percatado de ningún detalle fuera de ella, a Hilda la había percibido entera. Algo desagradable intuía, algo que no estaba en el pasado. Roberto sabía que la memoria es un músculo imprevisible, algo que, en su caso, con los años se había acentuado. Pero no era eso, sabía que era otra cosa. Estaba tan seguro como lo estaba de su nombre, de su dirección, de su número de documento.

Se dedicó a escuchar a las dos mujeres, supo que vivían juntas y que se llevaban bien a pesar de ser de generaciones diferentes. Hilda estaba muy bien conservada pero podía ser la madre. Algo más que cariño de amigas, se dijo Roberto, pero no lo sentía verdad, no podía ser.

Cuando trajeron el café, Hilda comentó que el plato que habían cenado era la especialidad de Lidia, que lo preparaba para ocasiones especiales y la halagó con entusiasmo mientras acarició las manos de la joven con la misma delicadeza con que Roberto la observó acomodar las flores del jarrón. Lidia le dio entonces un largo beso en la boca.

Roberto se puso de pie, dijo que la cafeína le hacía mal y se fue.


jueves, 14 de enero de 2010

3- Desde que se fue


Así le cantaba Gardel a su caminito querido, nuestro zorzal criollo, el mito que a pesar de su muerte, cada día canta mejor. Aquél de la sonrisa amplia que se le desdibujaba un tanto para agregar "caminito amigo yo también me voy". Y se fue nomás, por obra de un accidente aéreo.


Mi papá tocaba el bandoneón y no faltó su música en nuestras fiestas familiares. Por suerte, y para alegría nuestra, era hijo de italianos y siempre salpicaba alguna tarantela, en esos momentos la fiesta se ponía linda.

En la actualidad soy propietaria de un comercio en Barcelona donde vendemos comida típica mexicana, (sí, mexicana, esa es historia para otra vez).

Habrá sido casualidad pero yo estaba detrás del mostrador, con esos pensamientos bailando tarantelas y tangos en mi cabeza cuando se abrió la puerta.

Mi cliente, un hombre mayor, aproximadamente unos ochenta años, saludó y se quedó mirándome. Yo también a él. Nos reconocimos argentinos enseguida y, mientras esperaba su pedido me contó aquello de su juventud. Que estaba en la puerta de un bar, que no tenía dinero, que entró Gardel, que él lo miró con admiración, y que entonces, el cantante, como al descuido, con natural normalidad le dijo "Pasá pibe, yo te invito". Ya había escuchado esa anécdota en Buenos Aires, durante mi niñez, varias veces, de boca de mi papá, bandoneón en mano, entre tango y tango.

Yo no respondí nada, me quedé muda, aproveché a ocultar mi cara envolviendo los paquetes. Mientras mi cliente la dornaba con detalles varios, del mismo modo que si fueran los típicos firuletes. Y cada detalle venía con el correspondiente tarareo y ese imitar la manera de Carlitos al trocar la n pronunciándola r.

Fue esa imitación la que rebalsó el vaso, es decir, la que finalmente me hizo caer las lágrimas y desear que se fuera pronto. ¡Lo único que me faltaba sería que me explicara, al modo de mi papá, lo concerniente al defecto de pronunciación durante el canto! Mejor que se fuera porque no aguantaba más tanto parecido con el viejo, me hacía temblar las entretelas del alma.

-¿Te emociona, piba? Claro, ¿sabías que no era un defecto de pronunciación de nuestro morocho del Abasto? ¿Sabías por qué parece que dice taRgo y parece que no puede cantar taNgo? Te lo voy a explicar, es sencillo, la deformación no era de él sino de los medios de grabación. Resulta que la energía de la voz producía la vibración de una membrana que hacía incidir la púa en una rosca sinfín, la que grababa sobre el disco matriz de pasta. La voz era conducida desde una bocina, en que el cantor introducía prácticamente su cara y un caño la transportaba hasta la púa. Se hacía necesario marcar consonantes fuertes, ya que las débiles no alcanzaban a dejar una huella suficiente en el material sensible. ¿Me entendés lo que te explico, piba? ¿Me entendés?


Este relato me lo inspiró Sandra, mi exalumna argentina, desde Barcelona

miércoles, 13 de enero de 2010

2-Negra bienvenida



Cuando la rubia se despertó, el otro lado de la cama ya estaba frío, al estirar la pierna y no encontrar a nadie se preguntó: ¿a qué hora habrá salido?

En la cocina vio las migas desparramadas, la taza con restos de café, la leche fuera de la heladera, sabía que le reventaba que la dejara así. ¡¿Tan difícil era lavar y volver todo a su lugar?!

Encima, este gato tan feo con el hocico aplastado, tan negro, y clavándome esos ojos anaranjados, si por lo menos fuera perro, uno lo llevaría a correr por las mañanas, pero no, él tuvo que heredar el gato de su madre…pobre santa, que Dios la tenga en la gloria...

La rubia, pisó al gato al mismo tiempo que accionaba la pava eléctrica así que simultáneamente con el MIAUUUUUU saltó de susto creyendo que había sido una descarga eléctrica por sus manos húmedas, tendría que estar acostumbrada, pero no, siempre detestó a los gatos y ahora los aborrecía con el alma , con la carne y con los huesos.

¿Si yo no estuviera qué harías? le dijo una vez y él contestó riendo "sería libre".

Libertad, una gran palabra, pensó la rubia, eso era lo que necesitaba ella, basta de encontrar la cocina desordenada, la tapa del inodoro manchada, ropa sucia tirada en la puerta del baño, basta de esperar con la cena caliente luego de correr todo el día, basta de escribir el blog mientras las letras se le teñían de la mirada anaranjada del gato inmundo.

La rubia se ponía las medias mientras imaginaba los beneficios de la libertad, fue entonces que sintió cómo le rozaban produciendo escozor en el último arañón que el gato le había hecho. Se miró las piernas llenas de rayas, como cebraicas, sí, horrorosamente rojizas de tanto arañazo. Hacían juego con sus zapatos rojos, pensó entre irónica y apurada, pero las tapó poniéndose un jean, mientras llenaba la valija de ropa, compacts, libros y algunos recuerdos.

Verificó los mensajes del celu y consultó la hora, no quería llegar tarde a la radio, mucho menos esta vez que le dedicaría a él su programa como homenaje de despedida, a él y al adorable gato negro de su mamita.

Sintonizó la radio en la fm102 y la programó para que iniciara a las 19 hs. No quería que el pequeño felino se la perdiese, mejor dicho: no quería que Marcelo se olvidara de encenderla, necesitaba que escuchara su despedida, se le ocurrió que llamaría para hacer su descargo cuando ella lanzara al aire todo lo que pensaba y nunca le había dicho.

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Ha pasado un mes, Marcelo no ha respondido, nunca llamó. La rubia decide ir a buscar la ropa que le quedaba, cuando abre la puerta, mientras aparta la correspondencia acumulada, su mirada se cruza con un adorable y delgadísimo gato negro que ha muerto de inanición encerrado en el departamento.


Este relato está dedicado a MarKa, excelente conductora de radio de Esperanza, Santa Fe, Argentina

martes, 12 de enero de 2010

1-Pelota de trapo


Marcelo se desperezó largamente entre sus suaves sábanas rasadas. ¡Qué placentero le resultaba saber que solamente tenía que accionar un botón para ordenar el desayuno en la cama! Inmediatamente, jugo recién exprimido, aromático café colombiano y la exquisitez que se le ocurriese llegaría allí en una bandeja. Rápido e instantáneo como un flash fotográfico, se materializó en su mente el miedo que tenía a convertirse en un botellero indigente y solitario. ¡Cuántas veces se había despertado en mitad de la noche atormentado por un sueño nacido de sus temores! Siempre la misma oscuridad, la dificultad de tirar el carro por el empedrado, la escasa luz, la vejez, la soledad y el hambre.
Eso había sido antes, en otra vida, en tiempos de su niñez, antes del contrato.
Porque Marcelo no nació en cama de seda, y, aunque no conoció el hambre, sí supo de todas las privaciones. Recuerda esa vida de manera intacta. Sencilla: potrero y pelota de trapo. Correr, gambetear, cabecear, correr ligero, más si fuera posible, en invierno y en verano. Dormirse rendido mientras la madre cuenta monedas para pagar el alquiler. Un par de horas después: despertarse con el sueño. Por la mañana, esquivar la escuela lo mejor posible.
Eso había sido antes del contrato, en la otra vida, la de su niñez.
Marcelo oprime el botón y entra la mucama con las publicaciones deportivas, la mayoría de las mismas lo muestran en la tapa celebrando el gol de la victoria, uno de los tantos de su veloz carrera.
-Café con leche, medialunas y manteca- le ordena, incorporándose, mientras se queda con la vista en la pelota, tan redonda, tan de cuero.

Este cuento me lo inspiró José Eduardo, ingeniero y cinturón negro de Taekwondo.
Agudo observador.


Empezar

Dar el primer paso es el que más cuesta pero hay que darlo para empezar.
Todavía no tengo comentarios, comenzaré con relatos pedidos en mi primer blog.